El determinismo genético o la atracción fatal

Ampararse en la genética para explicar quiénes somos es una coletilla que se ha instalado en el conocimiento como si se tratara de algo que irremediablemente formara parte del destino. Se llega a tal punto de osadía que, con frecuencia, las explicaciones de fenómenos tan aberrantes como la superioridad racial o es sexismo se explican en algo tan falso como una hipotética diferencia en los genes, y punto.

Una falacia que ha contaminado al propio lenguaje. Personas tan ilustres como el secretario de comunicación de un partido, Esteban González Pons (PP), se permiten el desliz de afirmar: “En el código genético de los socialistas está la traición y la mentira”.

La genética contiene buena parte de las claves de nuestra esencia, pero la pasión por esta disciplina no debe hacernos caer en una suerte de determinismo científico. Buscar argumentos geneticistas para explicarlo todo ha sido origen de errores y líneas de investigación tan falsas como sus conclusiones.

Una de las más rocambolescas la protagonizó Cyril Burt, estudiante de Oxford, catedrático en el University College de Londres y considerado en su tiempo la mayor autoridad en Psicología Educativa de la Gran Bretaña (llegó a ser obtener el título de Sir).

Burt intentó demostrar que las diferencias genéticas (y no las ambientales) son la causa principal de las diferencias en la inteligencia. Y se basó en un ingente estudio realizado con gemelos que fueron separados, adoptados y criados en diferentes ambientes tras la II Guerra Mundial.

Las estadísticas fueron rotundas: dos gemelos cualesquiera alcanzaban el mismo grado de inteligencia aunque uno hubiese sido adoptado por una familia de catedráticos de Cambridge y el otro por el más tarugo de los indigentes.

Es decir, que no había lugar a dudas: los factores ambientales, educacionales o sociales eran secundarios. Con un poco de cocina estadística, también demostró que la clase social y el éxito laboral estaban determinados por los niveles innatos de inteligencia y, por lo tanto, por la genética.

Ahora bien, afortunadamente en ciencia no hay dogmas y las teorías se revisan. Tras la muerte de sir Cyril Burt, una revisión detallada de sus resultados demostraron que se trataba de una burda falsificación (incluso parece ser que los gemelos afanosamente buscados y estudiados jamás existieron).

Pero aunque no haya dogmas, sí hay dogmáticos (que no necesariamente han de serlo por sus genes) y sus defensores, lejos de desalentarse, intentaron justificar lo injustificable: que los datos del estudio no eran del todo falsos.

Los prejuicios ideológicos condicionan nuestro razonamiento. Ni siquiera una eminencia como Cyril Burt fue capaz de hacer frente a sus prejuicios. Por más atractivo que resulte, frente al determinismo, en cualquier campo, debería predominar una actitud escéptica. ¡Cuidado! La duda, y no la afirmación categórica, es el motor del desarrollo de la humanidad.

Información adicional:

Una excelente revisión del affair de Sir Cyril Burt se encuentra en: S. J. Gould. La falsa medida del Hombre. Drakontos. Barcelona (2007)

El asunto comenzó a destaparse en: Leon J. Kamin. The Science and Politics of IQ, Londres, Wiley (1974).

Fuente: Blog Genética y Sociedad